Leo en los periódicos que Brasil, China, Rusia e
India ayudarán a Europa a salir de la crisis. Mi memoria se pasea por
los míseros slums de Bombay y Calcuta, deambulo de nuevo por esa
geografía oscura y sórdida y no puedo por menos que preguntarme dónde
amasará la India esa ayuda para socorrer a un viejo continente cuyo
“crecimiento” se ha desacelerado.
El pánico de la crisis invita a operaciones cuanto menos extrañas. El temor va calando todo, permea incluso la memoria hasta hacernos olvidar que este sistema estaba llamado a lo que ahora padece: a una profunda crisis capaz de provocar su propio y radical cuestionamiento. Ese pánico, esas constantes soflamas salvíficas de los economistas y políticos, empujan a pensar que hemos de implicarnos en el rescate de una civilización abocada a su fin. Evito la palabra fracaso en tanto en cuanto seguramente fue preciso haber transitado el desierto de la depredación y la explotación, de la notable ausencia de valores superiores, para poder reorientar nuestros pasos. De enrolarnos ahora en el empeño al que se nos convoca, habremos de observar previamente qué es lo que en definitiva se trata de salvar. No podremos olvidar que para que nazca una nueva civilización basada en los valores de la cooperación y el compartir, la anterior, asentada en los principios del materialismo y el sálvese quien pueda, deberá ir decayendo.
Poco afectan los números rojos de la Bolsa a una vida que nunca se detiene. El dulce de los higos cuelga de las mismas ramas, los últimos tomates cargados de jugo, las enormes calabazas que colmarán los pucheros del cercano invierno, colorean las mismas huertas en mi aldea… No sé nada de economía, pero cada amanecer puedo observar a mi alrededor que la naturaleza sigue pujando, que los árboles no han dejado de dar sus frutos y la tierra su grano. Contemplo que lo que se hunde es un sistema, no la vida en la que se asienta, no los resortes de la subsistencia. Llega el momento de los interrogantes grandes y profundos, no el de correr a producir no importa qué, ni a costa de qué, sin embargo muy pocas fuerzas políticas y sociales se avezan a cuestionar “en estos duros tiempos de crisis” la propia naturaleza de una civilización de por sí insostenible.
Ya no saben de dónde “rascar” fondos para salvar lo insalvable. La palabra “rescate” inunda los noticiarios de estos días, pero necesariamente habremos de dudar sobre el objeto de ese rescate. A la larga es un modelo social y económico caduco y sin esperanza alguna lo que se invita a reflotar. Pretenden hacernos partícipes de una macro operación de salvamento de una civilización que no compartimos. Se echa en falta un interrogante más generalizado del modelo y del objeto de producción, de nuestra forma en definitiva de ver el mundo y las relaciones. Solidaridad humana sí, pero para arrimar el hombro al empeño colectivo que se propone, tiene que haber un mínimo cuestionamiento de las bases del sistema voraz e individualista imperante, del consumo exacerbado, del ocio desnortado, del desarrollismo sin alma…
Ceda ya el brillo del espejismo en cualquiera de sus múltiples, flamantes y engañosas formas. No existe gloria alguna a golpe de “visa”. Debe saltar por algún lado esa ecuación diabólica de “a más consumo más progreso y bienestar”. Debemos olvidar ese fatal principio, pregonado por tantos millones y millones de pantallas, de que la felicidad depende de lo que compramos. Faltan otros tantos monitores que comiencen a cantar que la felicidad está en realidad dentro de nosotros/as y depende de nuestros pensamientos. La cruzada por la reactivación del consumo generalizado siempre nos resultará ajena. Elevemos la calidad de nuestros pensamientos para poder realmente cambiar el mundo; reactivemos nuestro vínculo con el latir de la vida, con lo sencillo, lo pequeño y lo hermoso, no con lo depredador, sofisticado, insostenible, costoso...
Mientras que no se pene la especulación, la economía fraude de enriquecimiento a golpe de teclado sin haber facilitado ningún bien a la sociedad; mientras que las grandes empresas y bancos campen a sus anchas, sin el control necesario..., no se nos aliste frente a ninguna crisis. Pero ahí no queda el condicionado, mientras que no se cuestione la megaciudad alejada de la naturaleza, sus leyes, su belleza, sus ritmos…, como primera fuente de desequilibrio humano, no nos podremos sumar a su cruzada. Mientras no se nos invite tanto a comprar y más comprar, sino a coger con fuerza la azada, a amasar nuestro pan, a agitar nuestros árboles…; mientras que su propuesta no incluya una invitación a una vida más natural, sensata, coherente, armoniosa, comunitaria…, difícilmente nos podremos sentir partícipes del desafío colectivo que por doquier se nos propone.
Sumarse a la reactivación de la economía y su mercado implica identificación con su filosofía, con los productos y servicios con los que trasiega, sin embargo no ocurre así en muchos casos. Hay mucha producción de “bienes” y servicios que no se aviene con nuestros principios e ideales. ¿Y si la moda ya en el vestir, ya en el ver, el leer, comer..., con toda su inherente dependencia, nos empieza a resultar ajena y nos hacemos más los dueños de nosotros mismos y de nuestros destinos? ¿Y si en lugar de reactivar una economía sin futuro, reactivamos la vida en el campo, la vida más humana, más colaboradora, más cercana…? ¿Y si reactivamos nuestros propios potenciales para cultivarnos, para crecer y disfrutar sin tanta y tan sojuzgante dependencia de la industria del ocio? ¿Y si reactivamos la bici, la chimenea, las aldeas, los campos, las huertas sin química, el calor humano, el gozo de la amistad, la ternura de la existencia...?
La crisis marca límites, finales de recorrido no estaciones de “rescate” o de servicios. La crisis es por encima de todo una urgida invitación a comenzar a pensar diferente, por fin en clave colectiva, en clave de tierra, de amor por cuanto late... No es tanto un sistema decrépito y depredador lo que nos resistimos a rescatar, sino más bien una conciencia humana egoísta e irresponsable que deseamos ver superada, una nueva conciencia comprometida con nosotros mismos y con cuanto nos rodea, una conciencia más solidaria, más generosa..., la que deseamos ver poco a poco instaurada. Por lo tanto, antes de reactivar nada, alcancemos mínimos acuerdos, por el bien de todos, de toda la vida que palpita. Alcancemos consensos de futuro también por el bien de las generaciones que gateando ya se acercan, de quienes de seguro sí querrán gozar, sin explotarlo y diezmarlo, de este bendito y maravilloso jardín por nombre tierra.
El pánico de la crisis invita a operaciones cuanto menos extrañas. El temor va calando todo, permea incluso la memoria hasta hacernos olvidar que este sistema estaba llamado a lo que ahora padece: a una profunda crisis capaz de provocar su propio y radical cuestionamiento. Ese pánico, esas constantes soflamas salvíficas de los economistas y políticos, empujan a pensar que hemos de implicarnos en el rescate de una civilización abocada a su fin. Evito la palabra fracaso en tanto en cuanto seguramente fue preciso haber transitado el desierto de la depredación y la explotación, de la notable ausencia de valores superiores, para poder reorientar nuestros pasos. De enrolarnos ahora en el empeño al que se nos convoca, habremos de observar previamente qué es lo que en definitiva se trata de salvar. No podremos olvidar que para que nazca una nueva civilización basada en los valores de la cooperación y el compartir, la anterior, asentada en los principios del materialismo y el sálvese quien pueda, deberá ir decayendo.
Poco afectan los números rojos de la Bolsa a una vida que nunca se detiene. El dulce de los higos cuelga de las mismas ramas, los últimos tomates cargados de jugo, las enormes calabazas que colmarán los pucheros del cercano invierno, colorean las mismas huertas en mi aldea… No sé nada de economía, pero cada amanecer puedo observar a mi alrededor que la naturaleza sigue pujando, que los árboles no han dejado de dar sus frutos y la tierra su grano. Contemplo que lo que se hunde es un sistema, no la vida en la que se asienta, no los resortes de la subsistencia. Llega el momento de los interrogantes grandes y profundos, no el de correr a producir no importa qué, ni a costa de qué, sin embargo muy pocas fuerzas políticas y sociales se avezan a cuestionar “en estos duros tiempos de crisis” la propia naturaleza de una civilización de por sí insostenible.
Ya no saben de dónde “rascar” fondos para salvar lo insalvable. La palabra “rescate” inunda los noticiarios de estos días, pero necesariamente habremos de dudar sobre el objeto de ese rescate. A la larga es un modelo social y económico caduco y sin esperanza alguna lo que se invita a reflotar. Pretenden hacernos partícipes de una macro operación de salvamento de una civilización que no compartimos. Se echa en falta un interrogante más generalizado del modelo y del objeto de producción, de nuestra forma en definitiva de ver el mundo y las relaciones. Solidaridad humana sí, pero para arrimar el hombro al empeño colectivo que se propone, tiene que haber un mínimo cuestionamiento de las bases del sistema voraz e individualista imperante, del consumo exacerbado, del ocio desnortado, del desarrollismo sin alma…
Ceda ya el brillo del espejismo en cualquiera de sus múltiples, flamantes y engañosas formas. No existe gloria alguna a golpe de “visa”. Debe saltar por algún lado esa ecuación diabólica de “a más consumo más progreso y bienestar”. Debemos olvidar ese fatal principio, pregonado por tantos millones y millones de pantallas, de que la felicidad depende de lo que compramos. Faltan otros tantos monitores que comiencen a cantar que la felicidad está en realidad dentro de nosotros/as y depende de nuestros pensamientos. La cruzada por la reactivación del consumo generalizado siempre nos resultará ajena. Elevemos la calidad de nuestros pensamientos para poder realmente cambiar el mundo; reactivemos nuestro vínculo con el latir de la vida, con lo sencillo, lo pequeño y lo hermoso, no con lo depredador, sofisticado, insostenible, costoso...
Mientras que no se pene la especulación, la economía fraude de enriquecimiento a golpe de teclado sin haber facilitado ningún bien a la sociedad; mientras que las grandes empresas y bancos campen a sus anchas, sin el control necesario..., no se nos aliste frente a ninguna crisis. Pero ahí no queda el condicionado, mientras que no se cuestione la megaciudad alejada de la naturaleza, sus leyes, su belleza, sus ritmos…, como primera fuente de desequilibrio humano, no nos podremos sumar a su cruzada. Mientras no se nos invite tanto a comprar y más comprar, sino a coger con fuerza la azada, a amasar nuestro pan, a agitar nuestros árboles…; mientras que su propuesta no incluya una invitación a una vida más natural, sensata, coherente, armoniosa, comunitaria…, difícilmente nos podremos sentir partícipes del desafío colectivo que por doquier se nos propone.
Sumarse a la reactivación de la economía y su mercado implica identificación con su filosofía, con los productos y servicios con los que trasiega, sin embargo no ocurre así en muchos casos. Hay mucha producción de “bienes” y servicios que no se aviene con nuestros principios e ideales. ¿Y si la moda ya en el vestir, ya en el ver, el leer, comer..., con toda su inherente dependencia, nos empieza a resultar ajena y nos hacemos más los dueños de nosotros mismos y de nuestros destinos? ¿Y si en lugar de reactivar una economía sin futuro, reactivamos la vida en el campo, la vida más humana, más colaboradora, más cercana…? ¿Y si reactivamos nuestros propios potenciales para cultivarnos, para crecer y disfrutar sin tanta y tan sojuzgante dependencia de la industria del ocio? ¿Y si reactivamos la bici, la chimenea, las aldeas, los campos, las huertas sin química, el calor humano, el gozo de la amistad, la ternura de la existencia...?
La crisis marca límites, finales de recorrido no estaciones de “rescate” o de servicios. La crisis es por encima de todo una urgida invitación a comenzar a pensar diferente, por fin en clave colectiva, en clave de tierra, de amor por cuanto late... No es tanto un sistema decrépito y depredador lo que nos resistimos a rescatar, sino más bien una conciencia humana egoísta e irresponsable que deseamos ver superada, una nueva conciencia comprometida con nosotros mismos y con cuanto nos rodea, una conciencia más solidaria, más generosa..., la que deseamos ver poco a poco instaurada. Por lo tanto, antes de reactivar nada, alcancemos mínimos acuerdos, por el bien de todos, de toda la vida que palpita. Alcancemos consensos de futuro también por el bien de las generaciones que gateando ya se acercan, de quienes de seguro sí querrán gozar, sin explotarlo y diezmarlo, de este bendito y maravilloso jardín por nombre tierra.
Koldo Aldai
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