La primera vez que me
enamoré pensé que iba a ser para siempre. Era una certeza. Una de las pocas de
esa época adolescente. Dos años después lo único que deseaba era librarme de él
e ir a por otro que, por supuesto, se me antojó como el más importante de mi
vida.
El otro duró más. Cuatro
años. Vivimos juntos y le quise con locura. Hasta que, casi de repente, dejó de
interesarme. Y fue todo tan rápido que, con tal de no verle, me fui de mi casa,
es decir, él se quedó en mi casa, que en realidad era la de mi padre. Una cosa
rarísima.
El siguiente fue mi marido y
padre de mi hijo. Una experiencia a la corta, y no digamos a la larga, de las
más amargas de mi vida. Pero el día que me casé, de blanco, con margaritas en
el pelo y frente a San Saturio, pensé, ay de mí, que nadie me apartaría de ese
hombre que el mismísimo Dios había puesto en mi camino. O Dios no existe o yo
me equivocaba. Llevo sin verle, ni hablarle, casi una vida entera.
Y no voy a contar más porque
resultaría una letanía estéril y predecible, además de herir algunas
susceptibilidades. No me conviene hablar de los últimos años pero, lo cierto,
es que nada bueno puedo decir de ellos. En la balanza, la dosis de dolor es
superior a la del placer, por lo tanto la sentencia es previsible: estoy
condenada a seguir buscando el amor. Hasta que dé con él. O no.
O no, porque hay mañanas de
invierno, como ésta, en la que me despierto con una extraña sensación. Una
visión de mí misma serena, separada de cualquier necesidad externa. Me ducho,
me visto, desayuno, me siento frente al ordenador, escucho música, escribo. Y
está todo bien. Respiro. Todo es hermoso. Incluso sin esperar nada, sin pedir
nada, sin pretender nada.
En la ausencia de deseo, hay
también mucho amor.
Y en el silencio, también.
Publicado en http://www.elmundo.es/blogs/elmundo/esamor/2011/11/15/silencio.html
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